Acusado de haber hecho un pacto con el demonio, Román fue procesado por la Inquisición, pero murió en la cárcel antes de que finalizara su juicio. Al año sigu­iente, en 1600, los reyes Felipe III y Mar­garita de Austria asistieron al gran auto de fe en Toledo donde los huesos de Román y su efigie fueron entre­gados a las llamas. Fue este el único auto de fe al que el monarca asistió en su vida.

Entre los mate­riales que leeremos se encuentra la sen­tencia inquisi­torial de Román, preservada en el Archivo Diocesano de Cuenca y tra­ducida recien­te­mente al inglés por Patrick J. O’Banion. Sin embargo, el caso de Román alcanzó fama sobre todo a partir de la versión del teólogo Martín del Río y de la obra teatral del destacado dra­maturgo del Siglo de Oro Juan Ruiz de Alarcón, Quien mal anda en mal acaba. Cada texto ofrece una imagen par­ticular del morisco de Deza, priv­i­le­giando unos rasgos de su persona por encima de otros. Leerlos nos per­mitirá reflex­ionar sobre por qué Román era un ente poten­cial­mente prob­lemático en la España de finales del siglo XVI. Su caso está matizado por las prob­lemáticas raciales y políticas aso­ciadas a la expulsión de los moriscos; por la necesidad de homo­geneización de todo proyecto imperial, donde la difer­encia atenta contra la esta­bilidad del poder.

El caso de Román Ramírez según Martín del Río

El texto de Martín del Río que nos ocupa forma parte de uno de los tratados sobre magia y super­stición más notables de los siglos XVIXVII. Dis­qui­si­tiones magicae (o Dis­qui­si­tionum magi­carum libri sex; en castellano, Dis­quisi­ciones mágicas en seis libros) fue pub­licado en latín por primera vez en Lovaina entre 1599 y 1600, en la imprenta de Ger­ardus Rivius. Del Río, nació en Amberes en 1551 de una familia castellano-aragonesa y se educó en Derecho y Teología en dis­tin­guidas uni­ver­si­dades europeas, entre ellas Lovaina, Sala­manca y París. Miembro de la Com­pañía de Jesús desde 1580, Del Río halló renombre en su trabajo como pro­fesor uni­ver­si­tario y exégeta, pero, sobre todo, por este volu­minoso tratado, el cual fue reim­preso y tra­ducido en varias oca­siones a lo largo de los dos siglos sigu­ientes. En él, com­pendia y discute varias cues­tiones rel­a­tivas a la magia y las prác­ticas con­sid­eradas super­sti­ciosas en su tiempo, basándose en textos de las Sagradas Escrituras, los Padres de la Iglesia, filó­sofos de la antigüedad y tratados sobre demonología y magia que ante­cedían a su libro. Del Río demuestra, entre otras cosas, la exis­tencia de la magia negra pro­ducto de la alianza con los demonios, cuya influ­encia nefasta en la vida cotidiana y la perdición del alma era una verdad indis­cutible. No obstante, la vol­untad del hombre podía revertir cualquier efecto demoníaco sobre el com­por­tamiento per­sonal: del mismo modo que estaba en manos del hombre el pecar, también lo estaba el arrepentirse.

Del Río realizó numerosas adi­ciones a edi­ciones pos­te­riores hasta su muerte en 1608, pero su enci­clopédico volumen con­tinuó siendo objeto de múltiples reim­pre­siones y tra­duc­ciones a lo largo de los dos siglos sigu­ientes. Una de estas tem­pranas adi­ciones es la ref­er­encia al morisco Román Ramírez. Podemos pre­sumir que la his­toria de Román llegó a ser conocida por Del Río a partir de la noto­riedad de su auto de fe. El autor la incluyó en la segunda edición de su tratado (impresa en Maguncia en 1600 por Ioannis Albini), aclarando que se trataba de una tra­ducción per­sonal al latín de la sen­tencia original en español, aunque en realidad se tomó ciertas lib­er­tades a la hora de trasladar el texto. Como quiera que sea, el jesuita con­tribuyó a una mayor divul­gación de la his­toria del morisco.

Del Río inserta las par­tic­u­lar­i­dades del caso de Román en el libro II de las Dis­quisi­ciones mágicas, al dis­cutir la cuestión 24, referida al poder del demonio sobre el alma mientras esta se encuentra unida al cuerpo, así como sobre los sen­tidos. La his­toria de Román fun­ciona aquí como una his­toria ejemplar de la que es nece­sario aprender para detectar y cor­regir con efi­cacia acti­tudes heréticas, ya que las acciones de Román son una con­se­cuencia de su pacto con el demonio. Si nos fijamos en las razones para sospechar de la influ­encia demoníaca que Del Río ofrece en la cuestión 5 (página 78 de la versión en inglés), nos damos cuenta de que el caso del morisco se ajusta per­fec­ta­mente a varias de ellas. En primer lugar, podemos observar que la prodi­giosa capacidad de mem­o­rización de Román no se cor­re­sponde —para des­gracia nuestra— con la que osten­tamos la mayoría de las per­sonas. Sor­prende aún más cuando se nos informa que el morisco, al parecer, no sabía leer ni escribir. ¿Cómo explicar entonces su habilidad para recordar al pie de la letra tantas his­torias sagradas y caballerescas? Al ir más allá de lo que se con­sidera natural, la habilidad de Román no puede ser atribuida (¡obvi­a­mente!) sino a una causa sobre­natural opuesta a los designios de Dios y de los ángeles: un demonio familiar, es decir, heredado de un antepasado. En segundo lugar, Román conoce secretos imposibles, emplea cartas, cír­culos y signos extraños para solu­cionar prob­lemas de sus coter­ráneos. También utiliza hierbas y fór­mulas super­sti­ciosas para curar con éxito enfer­medades —y ya el maestro Ciruelo nos enseñaba a desconfiar de seme­jantes remedios—. Por último, Román observa ciertos ritos par­tic­u­lares de carácter herético: aquellos estable­cidos por la religión islámica. En este punto, el morisco de Deza es cal­i­ficado por Del Río de hereje “relapso,” de “hez humana” en cuya nat­u­raleza yace volver a caer en el “vómito” de sus creencias ante­riores (páginas 414–415 de la versión en español; fex vomitum en el original en latín). El lenguaje empleado por Del Río pone de man­i­fiesto el racismo inherente tanto a los mecan­ismos de poder estable­cidos por la práctica inquisi­torial como a la lit­er­atura anti-supersticiosa, la cual, como en este caso, ofrecía argu­mentos para la per­se­cución religiosa.

Entonces, ¿qué luz ofrece la per­spectiva de Martín del Río sobre el caso de Román Ramírez? ¿De qué manera podemos inter­pretar la pres­encia del morisco en las páginas del teólogo jesuita?

Curiosa­mente, Del Río deja fuera de su tran­scripción varios pasajes impor­tantes de la acusación contra Román, entre ellos, su deseo de que los turcos invadieran España con una gran armada para acabar con la religión católica, o las propias expli­ca­ciones del morisco acerca de su habilidad para recordar his­torias y la ayuda del demonio Liarde. Si bien el primer punto nos guía hacia las dimen­siones políticas de su caso (¿expli­caría esto la asis­tencia de los reyes al auto de fe en Toledo?), el segundo apunta hacia la necesidad de pre­gun­tarnos sobre los motivos que sub­yacen tras su confesión.

Una posi­bilidad más con­siste en pensar la his­toria de Román en tér­minos de su difer­encia. Al fin y al cabo, es el hecho de ser “diferente” lo que con­vierte a Román en enemigo de la paz pública y de la fe cris­tiana. Difer­encia de origen (que se vis­i­bi­lizaba prob­a­ble­mente en su aspecto físico); difer­encia de creencias reli­giosas y de cos­tumbres; difer­encia en su enfoque poco ortodoxo ante la práctica médica, a partir de conocimientos tradi­cionales y no de aquellos val­i­dados desde las cát­edras uni­ver­si­tarias y la teología; difer­encia en sus habil­i­dades int­elec­tuales, que escapan a la mayoría… ¿Cómo lidiar con esa difer­encia? La “demo­nización” es, en con­textos mar­cados por la intol­er­ancia, la igno­rancia y la falta de empatía, una manera común de enfrentar la diver­sidad, de explicar la exis­tencia de indi­vid­u­al­i­dades que se escapan de la norma. La per­cepción de la difer­encia como algo poten­cial­mente peli­groso y sub­versivo hace entonces nece­saria su errad­i­cación, ya sea mediante un proceso vio­lento de ajuste al par­a­digma establecido, o, en caso de resultar imposible, su extir­pación del cuerpo social.