• dio el alma a quien ge la dio
  • JM

Existen dos maneras de contar una his­toria en la cual nue­stros afectos están involu­crados, una his­toria per­sonal. La primera es admitir que cualquier his­toria es insignif­i­cante con­sid­erada indi­vid­ual­mente. La segunda es afirmar que pre­cisa­mente por eso, porque quienes la leen pueden encontrar con­suelo, extraer enseñanza o par­ticipar de esos mismos afectos que desplegamos al con­tarlas, nuestras his­torias pueden tener un valor inex­tin­guible. Una vez que hablamos de quiénes somos o de cuáles son nuestras expe­ri­encias, ideas o angustias, es cuando de veras nos volvemos insignif­i­cantes. Es el efecto de nuestras pal­abras el que per­manece dentro de la prisión con­ven­cional del lenguaje, sometido a cambios que dicta el tiempo y no ya nosotros. Lo dicho, dicho queda. Nuestra huella en cada his­toria que con­tamos para la pos­teridad es un suple­mento que no es posible reconstruir.

Siempre me he pre­guntado por qué Jorge Man­rique decidió escribir una med­itación sobre la muerte de su padre que comienza por lo uni­versal y termina en lo par­ticular. ¿Por qué sus Coplas parten de la muerte como sentido último de la condición humana para ter­minar con una visión, sin duda ide­al­izada, de la muerte como antesala de la sal­vación de su propio padre? ¿Debe ser la his­toria propia pre­sentada ade­cuada­mente como el punto final de una med­itación uni­versal? ¿Es más decoroso pro­ceder de este modo? ¿Y si la muerte como punto final de la expe­ri­encia humana y como igual­adora de todos los estratos sociales y todas las con­ciencias, de Séneca a Hei­degger, fuera inex­tri­cable de la manera en la que exper­i­men­tamos el mundo desde nuestra propia sub­je­tividad? Que la finitud de nuestra exis­tencia es el límite de la con­ciencia humana era tan cierto para Man­rique como lo es para nosotros.

Quizá no era posible para Jorge Man­rique enfrentarse afec­ti­va­mente a la muerte de su padre como si fuera una his­toria propia. Quizá de todas las cosas que exper­i­men­tamos en nuestras vidas, la muerte es la única en la que lo per­sonal y lo uni­versal son indis­o­ciables. Quizá no es posible pensar en la muerte sin uni­ver­salizarla porque la muerte misma es el lugar donde nuestras pal­abras ya se acabaron; así, comenzar por los ríos que van a dar a la mar no es un lugar común, sino la manera de prepararse para la imposi­bilidad de mirar a la muerte a la cara. Quizá, aun siglos después, la muerte de Rodrigo Man­rique, cualquier muerte, es imposible de exper­i­mentar de otro modo que como propia. Todas las muertes que leemos son nuestra propia muerte. Y, en ese caso, con­frontar la uni­ver­salidad de la muerte es la única manera de con­so­larnos, de buscar una salida a la frag­ilidad de nuestra finitud.

Alguien me pre­guntó en una entre­vista de trabajo cuál era mi verso favorito de la his­toria de la lit­er­atura española y di el primero que me vino a la cabeza, que es, sin duda, mi verso favorito de las Coplas: “dio el alma a quien ge la dio”. No sé si es mi verso favorito de la his­toria de la lit­er­atura española (o de la hes­pañola, o de la ibérica, o de la castellana, o de la palentina), pero es mi verso favorito del poema. El verso iden­tifica la muerte con una donación en la que nosotros mismos somos la moneda. También es el verso tras el cual se esconde la respuesta a la pre­gunta de por qué es imposible hablar de la muerte sep­a­rando su con­tenido afectivo de su condición uni­versal. El verso sig­nifica que la muerte, tal y como Jorge Man­rique la entiende, es el momento en que damos todas las his­torias, las ideas y los afectos que com­ponen nuestra sub­je­tividad a cambio de nuestro propio fin. Damos el alma a quien nos la dio.

En el verso de Man­rique este don forma parte de una economía espir­itual, cuya genealogía es posible ras­trear hasta Platón, Juan de Patmos y Agustín, entre muchos otros. El alma no nos pertenece: el sentido de la vida es transac­cional. Nuestra vida nos hace acree­dores de una deuda que nuestra exis­tencia redime (o no). El final de nuestra vida es un balance. Este balance nos obliga a dar el alma, no a devolverla, sino a reconocer que el final de la exis­tencia es el fruto de esta transacción, como lo fue su prin­cipio. Esto se revela justo al final del poema, cuando lo uni­versal ha dado lugar a lo par­ticular. Que el final de todas nuestras vidas es una transacción cuyo resultado último nos es desconocido no es una nota par­tic­u­lar­mente alen­tadora para ter­minar un poema sobre la muerte. Nuestra condición de moneda viva está sujeta a un mercado de valores incierto.

Esto es así a pesar de las reglas especí­ficas de la economía de la sal­vación, que no son la pre­ocu­pación central de Man­rique en las Coplas. En ellas, se establece una ética de carácter rig­uroso ante esta incer­tidumbre esencial. En realidad, nada es una garantía de sal­vación porque nue­stros ojos no pueden ver más allá del velo de la eternidad. De esta manera, dar el alma es un auténtico don en el sentido maus­siano. La obligación de darla es transac­cional, pero el con­tenido específico de esta transacción nos es fun­da­men­tal­mente desconocido. Solo sabemos que este don está sujeto a una obligación de origen incierto. Exter­nalizar este don, hacerlo parte de una vol­untad ajena es quizá un truco, una ficción que nos permite vivir como parte de algo más grande que nosotros mismos. No solo Rodrigo Man­rique, sino todos recibimos el alma y la damos al final de nuestra vida. Este don está fuera de nuestro control.

Ya no queda ningún tiempo. Ya solo queda la memoria del muerto. Si esta memoria es “harto con­suelo” o no, tal vez tenga que ver con la his­toria que queremos con­tarles a los otros o que queramos con­tarnos a nosotros mismos. Sabemos que es posible encon­trarnos con los muertos en la plataforma virtual de nuestra memoria. Allí residen las cosas que sabemos, las cosas que sabemos y ni siquiera sabemos que sabemos y todas las cosas que es posible saber y nunca sabremos. Pero, ¿es la memoria real­mente un con­suelo, algo que al menos es posible com­parar con la donación del alma dada? Prob­a­ble­mente no. Y recono­cerlo es quizá el motivo último que oculta la escritura. Retener el alma ya dada y fingir que todavía nos queda tiempo. Así, la escritura sería el proceso según el cual fab­ri­camos una memoria externa (un espe­jismo, una prótesis) de un alma que, como sabemos, nunca es del todo nuestra.