Pues, en efecto, una vez más según Richard L. Kagan, “Lucrecia de León… never kept a diary nor wrote an auto­bi­og­raphy. Nor does it seem that she wrote many letters, entered into a notarial con­tract, or pre­pared a last will and tes­tament. Nev­er­theless –con­tinúa Kagan–, we know more about Lucrecia than about most women who lived in the six­teenth century, except those few who were born to priv­ilege or whose auto­bi­o­graphical tes­ti­monies survive.” (p. ix.)

Aquí tenemos una primera encru­cijada que nos pre­senta el his­to­riador: o bien sólo cono­cemos a aquellas mujeres que han nacido en régimen priv­i­le­giado (nobles, grandes bur­guesas, aristócratas, etc.), lo que indica casi siempre, para la tem­prana mod­ernidad, mujeres blancas, cris­tianas, de buena familia, etc., o bien, si cono­cemos a aquellas que no han nacido con ese priv­i­legio, el con­ducto que nos permite acceder a sus vidas es fun­da­men­tal­mente de carácter penal, represivo, fre­cuente­mente de enorme cru­eldad, y que desata todo el poder de per­se­cución de un aparato implacable en el que el estado y la iglesia se encuentran en absoluto concierto. Esa encru­cijada es difícil de negociar para una sociedad que da un valor intrínseco a la his­toria y a su carácter explicativo. Conocer más es mejor.

Cuando leemos la his­toria de Lucrecia de León estamos leyendo también la his­toria de la val­i­dación, del régimen de verdad de un cierto saber, que en este caso es el saber profético. Ya tuvimos la ocasión de leer en una clase anterior el Tratado teológico-político de Spinoza, y aunque nos cen­tramos ante todo en la intro­ducción, quisiera recor­daros que los dos primeros capí­tulos del libro están ded­i­cados pre­cisa­mente a la pro­fecía y al profeta. En la doc­trina cris­tiana, el saber profético tiene fecha de caducidad: el último profeta fue san Juan Bautista, aquel que predicó la llegada del mesías en la persona de Jesús, su estricto con­tem­poráneo. En ese instante, el saber profético deja de tener vigencia.

La teoría del saber profético entonces debe redefinirse, y los teólogos lo hacen con­stan­te­mente, porque jun­ta­mente con las pro­fecías existen los otros saberes para­lelos derivados de visiones, sueños, etc., pero que tienen relación estricta con la inter­pretación. El saber en este caso no reside en la visión o en el sueño, sino en el proceso exegético, en la inter­pretación y por tanto en la autoridad de las per­sonas que desar­rollan dicha inter­pretación. Los teólogos, desde la Edad Media en ade­lante, limitan la veracidad de las visiones, separan las visiones especí­ficas de las mujeres para colo­carlas en un régimen de veracidad inferior al de otras visiones, y establecen las reglas para dis­tinguir las visiones que tienen origen divino de aquellas que prob­a­ble­mente tienen origen diabólico.

Los sueños de Lucrecia de León (que es detenida por la Inquisición con 21 años) tienen la car­ac­terística específica de ser sueños de carácter político. Señala Kagan que en estos sueños de Lucrecia la inca­pacidad de su padre para proveer a Lucrecia de todo lo nece­sario para llevar una vida autónoma durante su exis­tencia aparece como una crítica política, en la que el padre es nada menos que Felipe II, el rey de España, y las críticas tocan a la admin­is­tración del reino, los impuestos, o la guerra; como señala Kagan, Lucrecia incluso predice casi un año antes la derrota de la armada española (la Inven­cible) frente a los ingleses en 1588.

Kagan no sola­mente establece los tér­minos en los que tiene lugar el proceso inquisi­torial de Lucrecia de León, así como el catálogo y con­tenido de los sueños, que Lucrecia dictaba con ded­i­cación a varios con­fe­sores. Además de todo esto, el his­to­riador también recon­struye la red de actores y actrices que par­ticipan en el uni­verso visionario del panorama político de la España de finales del siglo 16 y prin­cipios del siglo 17, en momentos de máxima crisis en la Península Ibérica: la unión de coronas entre España y Por­tugal ha tenido lugar en 1580, las grandes dis­putas sobre la legit­imidad de los pro­cesos de con­quista en las Américas han empezado con fuerza sobre todo a partir de 1550, y el Imperio está lastrado por formas de la cor­rupción política, lev­an­tamientos tanto dentro como fuera de la Península Ibérica, y prob­lemas económicos de liq­uidez de la corona que no harán más que crecer. Lucrecia, en sus sueños, también crea, inter­preta, ve este con­texto, más que sim­ple­mente ajus­tarse a él.

El libro de María V. Jordán Arroyo es, jun­ta­mente con la obra de Kagan, el estudio más impor­tante sobre Lucrecia, los sueños y la política en el siglo 16. Jordán hace un min­u­cioso trabajo de archivo para intro­ducirse de nuevo en la his­toria, el catálogo y las redes de inter­cambio de esta mujer de 21 años con­vertida en sujeto inquisi­torial. La pre­gunta de Jordán puede parecer en cierto sentido mar­ginal: ¿cómo vequiere hacer ver lo que ve Lucrecia? ¿de qué manera comunica las imá­genes mismas, no sólo el con­tenido textual de los sueños, a los con­fe­sores y ecle­siás­ticos a quienes pide consejo sobre sus car­ac­terís­ticas espir­i­tuales? Pero esa pre­gunta es central, y hace que Jordán se intro­duzca dentro de las cues­tiones de teoría estética, política y pic­tórica de algunos de los más impor­tantes pin­tores de la época, como el por­tugués Fran­cisco de Holanda. Igual que Fran­cisco de Holanda, o al igual que a los pen­sadores y pred­i­cadores jesuitas les importa cómo hacer vis­ibles las his­torias bíblicas, importa aquí saber cómo con­vertir en imagen lo que com­parece en el sueño. También a otra famosa (y santa) soñadora de la Edad Media, Hilde­garde von Bingen, le pre­ocupaba esto: si las imá­genes que ella veía en sueños le per­mitían com­prender toda la gramática bíblica, bastaba poder hacer de nuevo vis­ibles estas imá­genes al resto del púbico para que la com­prensión del conocimiento bíblico resultara para siempre transparente.